viernes, 4 de octubre de 2013

Snapshot de una amistad: Lo que Enrique ve

Tengo un amigo de muchísimos años, de más años que encuentros. Una ocasión, un viaje a la Gran Sabana, en el estado Bolívar, fue la causa para que ambos nos conociéramos, en una escuelita del pueblo de Paraitepuy que servía de dormitorio a un grupo de estudiantes de la Universidad Central de Venezuela, que llegamos allí para hacer labor social y ecológica.

En realidad mi presencia era casi de observadora, porque estaba documentando una parte de mi tesis de grado en periodismo (Comunicación Social), basada en la experiencia de convivir en una tierra tan frágil y milenaria, promoviendo el turismo, pero al mismo tiempo generando conciencia de preservación del ambiente. La tesis trataba de buscar un punto de encuentro entre la minería, el turismo y la necesidad de mantener al Parque Nacional Canaima, y en específico a la Gran Sabana, como una joya que no podía ser vulnerada.

Enrique Díaz estaba allí como estudiante de geología  y como parte del Grupo de Ingeniería de Arborización (GIDA) que organizaba la actividad de convivencia con los pobladores pemones. Virgilio (a secas) era nuestro guía y quien lideraba el equipo que llevaba juguetes para los niños de la comunidad (era diciembre). Estaríamos a la falda del Roraima, con recomendaciones a los visitantes para que no dejaran desperdicios en el trayecto y evitaran fogatas o cualquier acción que pudiera afectar la vegetación del lugar.

En casi 26 años que han pasado de esa historia, si acaso he visto a Enrique cinco veces. Pero esta amistad se conserva sin muchas palabras y a través de imágenes. Tengo en la repisa de una biblioteca una fotografía que él me tomó en un gran peñón que se ubicaba en una cima, desde donde se podía divisar el pequeño pueblo indígena, la tomó con mi propia cámara fotográfica, una Zenit que aún conservo como una reliquia.

También tengo en una pared de la sala de estar  una fotografía de la Gran Sabana, imagen que el logró durante el amanecer, antes de que las nubes ocultaran el Roraima y el Kukenán. Una foto que salió de su propia cámara y se reveló a la luz de los químicos del laboratorio que armó en su casa, porque éste era su gran pasatiempo. Apenas él me mostró la foto, yo quedé atrapada en el cuadro. La soledad del paisaje, la profundidad, el misterio que arropa la escena como el total silencio que nos envolvía cada día. Esa copia quedó en mis manos como un regalo.

Paraitepuy, Gran Sabana, Edo Bolívar. Venezuela (1987) Al fondo se ven los tepuyes, esta es la última localidad a la que se llega antes de escalar el Roraima.
Siempre pensé que Enrique sería un gran fotógrafo. Antes de yo saber nada del oficio de la imagen (confieso que sigo sin saber mucho) ya conversábamos de Robert Mapplethorpe, Cartier-Bresson y  Robert Capa... También me comentaba cómo trataba de lograr los efectos de luz de sus paisajes. Una vez me contó que llegar a esas fotos era un trabajo arduo pero placentero. Eran años de estudio, de mirar muchas fotografías, de estudiar a los profesionales en este oficio, el empeño para lograr lo que esperaba y sobre todo inspiración y estar enamorado de lo que hacía...

Hoy día, Enrique sería uno de esos fotógrafos que aún preservan la magia de ver salir la foto desde un cuarto oscuro. No edita sus fotos en formato digital, no ha tenido tiempo de usar el photoshop o el Lightroom. No le produce la pasión que los líquidos en bandeja le deparaban. Así que sus fotos digitales son esencialmente vírgenes, si se pudiera decir de alguna manera.

Enrique prácticamente fue mi vecino cuando me casé y me mudé a mi propio hogar. Al nacer mi primer hijo, me llamó para decirme que le había comprado un regalo al bebé... Y a pesar de que sólo era cruzar una calle en diagonal hasta la mía, nunca supe qué contenía el paquete. De eso, creo que nos reímos ambos. Él siguió en la geología, también se casó y se mudó al Zulia, quién sabe por dónde más anduvo en uno de esos momentos en que cada uno construía sus vidas. Nos volvimos a encontrar. Luego se fue a Brasil, y luego a Vietnam, gracias a su carrera...que no fue la fotografía, aunque siempre tenga una cámara acompañándolo.

Praia do Pecado, Macae, Río de Janeiro, Brasil (2010)

Macae, Rio de Janeiro, Brasil (2010). Esta foto motivó un poema titulado Zen.
Arpoador. Ipanema, Brasil (2010). Esta imagen me da la sensación de que al tocar la pantalla, se siente la rugosidad de las piedras, y las manos se ablandan con la espuma del mar revuelto. 

Mi interés no es escribir sobre esta amistad, mi interés es que todos vean que a pesar de que el destino puede hacer cambiar el rumbo de una vida, por subsistencia o por oportunidades, cuando alguien tiene una pasión debe mantenerla aunque a veces el tiempo no se lo permita. Esta amistad se basa en la convicción del don que él tiene  para dejar, en un instante, el alma del momento. Por creer en él es que soy su amiga. Y es por eso que hoy, como alguna vez se lo prometí, dejo a la luz de todos una parte de esas fotos que él ha compartido conmigo a lo largo de estos años, en honor a esta amistad y al arte que está en su mirada.


Delta de Mekong, Vietnam, 2013 (Por la ampliación de la cocina, el fogón y otros muebles fueron sacados al patio... Y así lo vió Enrique)




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